El segundo concurso internacional de Vinavin eligió a los mejores vinagres del mundo durante un certamen único, a la manera de los que abundan en el mundo del vino. Córdoba se sitúa así en el epicentro de la puesta en valor de un producto que va superando su mala prensa en consonancia con las tendencias gastronómicas de hoy.
“La enología es la ciencia que estudia la manera de que el vino no se te haga vinagre”, venía a decirnos un ilustre bodeguero, “pero qué difícil es cuando quieres hacerlo bien”. En aquellos tiempos, era un producto que empezaba a salir de las catacumbas de lo infragastronómico y a él le dio por hacer vinagre gourmet. Otro ilustrísimo, un cocinero, nos contaba que el vinagre de Jerez tenía que comprarlo en Francia, como el aceite de oliva virgen extra español. Ha llovido, es cierto. Pero aún tendrán que caer unos cuantos chaparrones más para disipar el lodazal de mala prensa que durante décadas se acumuló en nuestra memoria gustativa con respecto al vinagre. Sobre varias generaciones han calado algunos recuerdos difíciles de borrar: un vinagre pésimo cuya botella acababa echando raíces en un estante de la cocina —donde estaba porque tenía que haber de todo—, el olor de cosa corrompida que desprendían algunas bodegas —lugares donde se elaboraba vino o se vendía a granel— “de las de antes”… Al menos, esa es la experiencia de uno. Ahora, los sabores radicales —el ácido, por ejemplo— son tendencia y los mejores vinagres del mundo son una delicia al alcance de cualquiera.
¿Qué tiene un buen vinagre que no tengan otros “líquidos aptos para el consumo humano resultantes de la doble fermentación alcohólica y acética de productos de origen agrario que contengan azúcares o sustancias similares”? De entrada, hay varios tipos de vinagre. Puede ser de vino o de otras cosas: básicamente, sidra, zumos de frutas diversas, aguardientes o cereales. Puede estar envejecido en madera —durante más o menos tiempo— o no. Puede ser seco, dulce o semi. Si es bueno, debe lucir con orgullo esas señas de identidad cuando lo catamos. Hay quien se echa una gota en el dorso de la mano para analizarlo, o un chorrito sobre la lengua con una pipeta. Pero, en general, salvo catas realmente maratonianas, vale el procedimiento ordinario: se echa una cantidad razonable en un catavinos, se comprueba su color y su limpidez, se huele —manteniendo las distancias, para que no avasalle el acético—, se remueve, se vuelve a oler, se da un sorbo, se impregna la cavidad bucal, se traga o se escupe, se reflexiona… Al final, tienen que estar claros aquellos parámetros: de qué está hecho, qué crianza ha tenido o dejado de tener, cómo es de dulce o de seco… Las cualidades de los mejores vinagres del mundo tienen que manifestarse con intensidad en nariz y en boca, reflejando toda la complejidad del complejo proceso que les ha llevado a ser lo que son.
La máxima garantía administrativa de la calidad de un vinagre es una denominación de origen y las tres que hay en España son andaluzas: Montilla-Moriles, Jerez y Condado de Huelva. El único concurso internacional de vinagres que se convoca en el mundo, al estilo de los que abundan en cuanto a vino, se celebra desde hace un par de años en Córdoba por iniciativa de la Asociación de Amigos del Vinagre y el Vino (Vinavin). No hace mucho tuvo lugar la cata en la que un panel de técnicos, catadores y periodistas repartió 21 medallas de oro y plata entre 69 vinagres procedentes de Alemania, China, EEUU, Francia, Italia, Japón, Portugal y varios puntos de España: Andalucía, Cataluña, Castilla – La Mancha, La Rioja… La máxima distinción de los Premios Vinavin, el Gran Vinavin Oro, fue para un vinagre alemán, otro toledano y dos andaluces: Balsamico Bianco Orange, OG 50, Luque Ecológico y Castillo de Poley son, mientras no se demuestre lo contrario, los mejores vinagres del mundo. Con los premiados y todos los que participaron se editará la guía Vinavin 2016. La de 2015 está disponible en la web de Vinavin y se puede descargar en el siguiente enlace.