Como pequeño homenaje a la segunda estrella Michelin de L’Escaleta, recuperamos el reportaje L’Escaleta, fiel a su pasado y a su futuro, publicado en Gastronostrum Magazine en otoño de 2013.
Texto: Lluís Ruiz Soler. Fotos: José A Tomé
L’Escaleta, en Cocentaina, es uno de los modelos más admirables en cuanto al relevo generacional frecuentemente asociado a la consolidación de una gran casa. Lo abrieron el maitre Francisco Moya y el cocinero Ramiro Redrado en 1980 y en 1999 se incorporó la segunda generación: el chef Kiko Moya y el sumiller Alberto Redrado. El saber acumulado de dos generaciones con vivencias muy distintas perfila un restaurante con una admirable bodega, una soberbia puesta en escena y una cocina con estilo propio.
Todo empezó allá por el año 1965, cuando Francisco Moya, con apenas 14, salió de Cocentaina para trabajar de botones en el hotel Bayrén de Gandía. Allí conoció a Rita Redrado, una chica navarra que trabajaba en el servicio doméstico de uno de los propietarios del hotel. Después de un breve periplo por hoteles y restaurantes de aquí y de allá, regresaron juntos a Cocentaina, donde Francisco Moya, tras hacer la mili, acabó inaugurando como jefe de personal el hotel Odón.
En 1976 surgió la posibilidad de asumir la gerencia del hotel Pou Clar, en Ontinyent, y Moya llamó a su cuñado, que se vino de Navarra para acometerla juntos. El papel de Ramiro Redrado tenía que ver con la gestión y la administración, aunque, siendo navarro y cocinillas de pro, le gustaba merodear entre los fogones. Cuando, 4 años después —el 8 del 8 del 80—, los cuñados y socios abrieron L’Escaleta en un semisótano del casco urbano de Cocentaina, Redrado acabó poniéndose al frente de la cocina. Su estilo vascofrancés le iba que ni pintado a aquel ambicioso proyecto y a la clientela empresarial de la comarca en aquella época. En 1994 inauguraron un nuevo restaurante en un deslumbrante chalet al pie del Montcabrer, a donde finalmente se trasladó L’Escaleta en 1999.
Pero no sólo cambió el marco. En aquella época —un año antes— Kiko Moya, hijo de Francisco, se había incorporado a la cocina, después de haber pasado por el CdT de Alicante y por El Bulli, y tardaría apenas un lustro en ponerse gradualmente al frente. Luego, un año después del traslado, Alberto Redrado, hijo de Ramiro, volvía a casa, tras haberse formado como enólogo en Requena, para iniciar una fulgurante carrera que le llevará a ser uno de los sumilleres más reputados de España. El hijo del maitre tomaba el relevo en la cocina de L’Escaleta y el hijo del cocinero, en la sala. Con el cambio de siglo, L’Escaleta cambiaba de lugar. Pero, además, una nueva generación tomaba posiciones en los puestos clave de la empresa familiar, aunque Francisco Moya y Ramiro Redrado siguen al pie del cañón.
UNA GRAN PUESTA EN ESCENA. Mientras Alberto Redrado forjaba una admirable bodega y consolidaba una puesta en escena como pocas en cuanto al servicio de sala, su primo Kiko Moya se ponía a reinventar la cocina de L’Escaleta. Empezó por incorporar platos que actualizaban la tradición local —la borreta, la pericana, el pastisset de boniato— o reinterpretaban la despensa inmediata —pescados con setas, por ejemplo— y convivieron con el neoclasicismo vascofrancés de su tío antes de asumir todo el protagonismo. A partir de ahí, el chef inició una evolución que le ha llevado a ser uno de los cocineros con un estilo más personal y definido de la Comunidad Valenciana y de España, así como uno de los más solventes creadores de métodos y conceptos propios.
Uno de los signos de la grandeza de L’Escaleta es la capacidad de mantenerse fiel a su identidad sin dejar de actualizarse día a día, de evolucionar sin ruptura para seguir siendo él mismo, de transmitir renovadas sensaciones de solidez y regularidad. Los uniformes se han aligerado sin perder la elegancia. Alberto Redrado recomienda y sirve los vinos con una sabia empatía que no se improvisa ni se aprende. En la “mesa 0” que atiende en la cocina misma el propio Kiko Moya, todo transcurre con el equilibrio exacto entre la relajación doméstica y la intensidad de la gran experiencia gastronómica.
El cocinero no alardea de arroces, pero los prepara como el mejor en las paellas cuadradas monodosis que ha patentado y donde combina magistralmente las reminiscencias populares con una creatividad incluso vanguardista. Y no va de “agrochef” para cosechar los laureles de una tendencia en boga, pero el huerto de L’Escaleta, al pie del Montcabrer, le da hortalizas y hierbas. Hace sus propios salazones de anchoa o de bonito y elabora un requesón de leche de higuera que sirve con caviar en uno de los bocados más exquisitos de su menú degustación: entre 45 y 90 euros.
EL MENÚ DE L’ESCALETA. Comienza con la primera entrega de todo un monográfico sobre la almendra: el turrón imperial salado, que abre el apetito con su toque amargo y lo sacia con el paradójico recuerdo del futuro final dulce. Tiene —el menú— uno de sus puntos álgidos en el ajoblanco y ajo negro con bonito: más almendra y el espectacular resultado de hornear cabezas enteras a 60 grados durante casi un mes, con más sabor de ciruela pasa que de ajo. Y se completa —el monográfico— con un queso de leche de almendra hecho en casa, no menos genial. El pichón reposado es una receta largamente evolucionada a partir de una pastela árabe, con su evocadora condimentación de azafrán, hierbabuena y agua de rosas.
Este naturalismo bien digerido no excluye las “tendencias”: el minimalismo del rape con infusión de venere o el mimetismo del tocinillo de cielo —en realidad, panceta lacada con jugo de naranja— y del postre titulado “en el espíritu de un brioche”. Aunque lo parece, no se trata de harina, yema y mantequilla dispuestos en un bol para hacer una masa de bollería. Lo arraigado y lo exótico, que confluyen hoy en lo más trendy, ya estaban en el emblemático atún con turrón y curry o en la yema en salmuera con hueva, que evoca tanto la conservación de los huevos en las masías como el “huevo de mil años” chino. Lo más neotradicional y contestano del menú es el agualimón negra con helado de caramelo: un homenaje a la “mentireta”.
Desde la reinterpretación de la cocina y la despensa locales de sus inicios —han pasado ya 15 años desde que se incorporó al restaurante de su padre y su tío, y unos pocos menos desde que se puso al frente de la cocina—, Kiko Moya ha construido un estilo profundamente arraigado, universalmente contemporáneo, rabiosamente personal.