La gastronomía cuaresmal, esa gran paradoja

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La gastronomía cuaresmal es toda una paradoja. El bacalao, el cordero, las torrijas, la mona o el huevo definen la alimentación durante un período marcado históricamente por el ayuno y la abstinencia. Hoy hablamos, como si tal cosa, de “gastronomía” en Semana Santa, un período caracterizado durante 2 mil años por el ayuno y la abstinencia, que han dejado una profunda huella en nuestra cocina.

Lo de ayunar está claro —consiste en comer poco o nada— y la abstinencia se refiere al consumo de carne. La leche y los huevos, según se mire. En tiempos, también estaba prohibido “promiscuar”, que no significa lo que parece —aunque la abstinencia afecta efectivamente a todo tipo de “carne”—, sino mezclar carne y pescado en una misma comida. En un pasado remoto, la mitad de los días del año estuvieron afectados por alguna de estas restricciones. Lo reglamentario era no comer absolutamente nada desde el Viernes Santo hasta el Domingo de Resurrección y, hace un siglo, algún predicador echaba de menos aquellos tiempos en que los cristianos “fervorosos” no probaban bocado en toda la Semana Santa. Esa práctica se perdió, según un libro de Cocina práctica de Cuaresma de 1905, “por la disminución del fervor, que ha creado muelles costumbres, y por la degeneración de la raza, que no consiente hoy tales privaciones”.

gastronomía cuaresmalDe todo eso, lo que más repercusión gastronómica ha tenido ha sido la abstinencia, que ha dado lugar a una cocina protagonizada por los pescados secos o salados: desde que en el siglo XVI se descubrió el banco de Terranova, por el bacalao en salazón, que se implantó a partir de entonces. Antes fueron el congrio o la merluza secos. Pero la gastronomía cuaresmal de nuestros pueblos marineros nunca ha diferido mucho de la de todos los días. La relación del cordero con la Pascua tiene más sentido simbólico que culinario y no ha dado lugar a tantas tradiciones gastronómicas. Lo que quizás se coma más en Semana Santa son las torrijas, con una teórica función energética para penitentes comparable a la de los pastelillos árabes, que sirven de reconstituyente en los largos días del Ramadán.

En la Comunitat Valenciana, la recompensa tras la penuria de la gastronomía cuaresmal es la merienda de Pascua. El menú está condicionado, una vez más, por la logística, más que por una verdadera tradición con valor simbólico. A la berenà se lleva(ba) una pelota y una comba, además de comidas de rendimiento contrastado y fácil transporte. Tienen su justificación y arraigo las que se pueden comer frías o tibias sin perder su suculencia y permiten amenizar una buena ración de pan: los mulladors, como el conejo con tomate y las fritangas, además de pericanas y espencats. La reina es la mona de Pascua y el denominador común a todas las cosas que reciben ese nombre es originariamente el huevo, cuyo simbolismo pagano y primaveral —la vida a punto de eclosionar— asimiló fácilmente el Cristianismo a la Resurrección de Jesús.

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