La revolución pendiente en la sala sigue siéndolo mucho después de que Ferran Adrià transformara radicalmente la cocina. La atención en los restaurantes del siglo XXI se sigue rigiendo por normas y métodos del XIX.
Las “revoluciones” que pretenden llevar al comedor las actitudes aplicadas por El Bulli a la cocina se quedan en la epidermis. Se trata de cuestionarse sistemáticamente si “esto tiene que ser necesariamente así” o “para qué sirve realmente esto otro”, pero la “revolución” acaba consistiendo en recibir al comensal con la mesa completamente desnuda —incluso de mantel— o en prescindir de la pala de pescado. Ni siquiera se plantea seriamente, por ejemplo, qué sentido tiene, en la inmensa mayoría de los casos, la estéril ceremonia de la prueba del vino por el cliente antes de servirlo. El caso es que la relación entre el camarero y el comensal sigue siendo esencialmente la misma que cuando se inventaron los restaurantes hace más de dos siglos y que sigue habiendo una revolución pendiente en la sala.
Con todas las excepciones habidas y por haber en la más alta restauración, basadas en las dotes extraordinarias de algún profesional que de ningún modo puede trasladárselas a sus discípulos ni codificarlas en un tratado, la reflexión sobre la necesidad de basar el servicio en la proactividad y la empatía va poco más allá de la declaración de intenciones en debates y blogs. Y, cuando algún producto editorial firmado por un destacadísimo maître se presenta como un referente en la materia, acaba contando algo muy parecido a lo que se puede encontrar en cualquier manual publicado durante los últimos 150 años. Dicho sea de paso, la situación nos recuerda a la que plantean intelectuales como Zygmunt Bauman o Martín Caparrós en ámbitos mucho más trascendentales: que este mundo requiere una transformación profunda y está abocado a ella, pero nadie sabe cómo ni hacia dónde. Y que, así las cosas, la falta de liderazgo resulta especialmente dramática.
Puede que se quede también en el “qué” y no acierte a apuntar el “cómo”, pero nos resulta sugerente, pensando en la revolución pendiente en la sala, una idea que Javier Andrés (La Sucursal, València) debería plasmar en algo más que una charla o una sobremesa. El maître y filósofo señala que la restauración inventada por los franceses tras su Révolution —exportada desde entonces a todo el mundo— hunde sus raíces en los palacios aristocráticos —cuando no en los cuarteles militares— y hereda de ellos un rígido carácter jerárquico. La alternativa consiste en reivindicar el ADN de sagas como la suya —igual que las de Roca, Berasategui o Sandoval—, procedentes de la casa de comidas y del bar de pueblo o de barrio —incluso de la parada de mercado—, que incorporaron los modales del servicio a la francesa cuando crecieron profesionalmente, en vez de desarrollar un estilo propio a partir de su atávica manera de entender la hospitalidad.
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