Avanzamos inexorablemente hacia el triunfo de lo soso. Igual que ha pasado con el azúcar, los cocineros reducen el uso de la sal en su avance hacia una alimentación más dietética y, literalmente, más sosa.
A mediados de los noventa, un libro sobre Tano recogía una anécdota –un dato– que resume la evolución del gusto en las últimas décadas. El pastelero de Gandía contaba cómo, unos años antes, desempolvó las viejas fórmulas de la familia y comprobó que les estaba echando la mitad de azúcar que sus padres o sus abuelos a las recetas de siempre. El caso es que nunca nadie había tomado la decisión de reducir el azúcar: la disminución se había ido produciendo poco a poco, como adaptándose intuitivamente a los gustos de una clientela que tampoco había reclamado nunca, de forma expresa, nada parecido. En los paquetes de azúcar, las autoridades sanitarias no advierten que “el azúcar perjudica gravemente a sus muelas” o que “la diabetes mata”: todo se andará. Pero, de momento, en los obradores de repostería han ido echándole un poco menos de azúcar a sus bollos y a sus pasteles para ir adecuándolos a un gusto general cada vez más ortoréxico y más ligth.
Algo parecido debe estar pasando con la sal: avanzamos hacia el triunfo de lo soso. Cada vez es más frecuente que nos veamos en la necesidad de pedir un salero en un restaurante o que nos resignemos a comernos un plato que ganaría con un poco de sal. El caso es que, también con frecuencia, quienes están comiendo lo mismo nos salen con un “pues yo lo encuentro bien” que nos hace sentirnos como un dinosaurio ajeno a la evolución de la especie en su avance hacia una alimentación más sana y más aburrida. Y eso que la sal misma accedió hace tiempo al rango de delicatessen, susceptible incluso de catas y análisis organolépticos, con especialidades como la sal Maldon en escamas, la sal gris de Guerande, las sales rojas o negras hawaianas, la sal rosa del Himalaya o de Cachemira, la flor de sal de Camarga o de Noirmoutier, la sal ahumada o aromatizada de Halen Mon o las sales gourmet que se extraen en Baleares. Cada vez se usa menos la sal, víctima de una demonización como la del azúcar, que tampoco es tan explícita aún como la del tabaco o la del alcohol. ¿Qué futuro les espera a las grasas o al café?