Reencuentro con la gastronomía cubana a la salida y a la llegada de un crucero por el Caribe. Como muestra, un botón: en Doña Eutimia, uno de los paladares más recomendables de La Habana, no tenían arroz a la cubana porque “no llegaron los huevitos”.
Veinticinco años atrás, cuando a uno se le ocurrió embarcarse en un crucero por primera vez, hacía otros tantos que lo había hecho la abuela Vicenta: “Se nota que sabes dónde vas”, dijo, “en los cruceros se come muy bien”. Aquella experiencia lo ratificó ampliamente y, desde el primer momento, decidimos dejar la Michelin en la maleta para disfrutar cada día de la impecable gastronomía de a bordo. Lo de ahora, nada que ver: jamás hemos comido peor. ¿Sería el barco? ¿La naviera? ¿La temporada? Generalizaciones precipitadas aparte, la primera conclusión apunta a que los cruceros ya no son algo exclusivo y reducen sus méritos al de poner en alta mar la hotelería de masas: piscina, animación… Todo incluido.
Afortunadamente, pasamos una buena parte del tiempo en La Habana y nos resarció el reencuentro con la gastronomía cubana. Veinticinco años atrás, uno elegía el destino de su viaje descartando los lugares donde ya había estado. Ahora, con la edad, no pensamos en conocer lo desconocido, sino en disfrutar de lo que ya conocemos. La excepción a todos los supuestos es La Habana, un lugar al que siempre se anhela ir y al que siempre hay que volver. A pensar —a ritmo de cumbia y guaguancó— en la riqueza y en la pobreza, en la igualdad y en la desigualdad, en la cultura y en la ignorancia, en la libertad y en todos sus matices. A fumarse un puro reglamentario donde a uno le parezca. A beberse todos los mojitos de La Bodeguita del Medio, escuchando Hasta siempre comandante, mientras un chino pregunta quién es el tal Che Guevara en un impecable inglés de universidad británica y, a las explicaciones que recibe, replica: “¿Qué revolución?” A agotar las existencias de daiquirí del Floridita y tropezarse con un canadiense que guarda cola para hacerse un selfie con la estatua de Hemingway recostado sobre la barra sin tener nada claro quién es ese tipo. A sentirse felizmente a gusto con las contradicciones de uno mismo.
También, a coger un cucurucho de chips de plátano macho o cualquier otra cosa en un puesto de comida callejera de los que eluden los turistas. O a elegir alguno de los paladares recomendables de la ciudad para disfrutar de la cocina habanera. A pensar —otra vez, maldito vicio— en lo que es y lo que podría ser la gastronomía cubana, basada en una despensa y una tradición intrínsecamente tan ricas como cualquier otra de América Latina. A pedir tostones rellenos, ropa vieja, fritura de malanga o masas de cerdo en Doña Eutimia —uno de los paladares más recomendables de La Habana—, a acompañarlos de una buena cerveza local —Cristal, Bucanero— o de un vino chileno y a oírle decir a la maitre que no hay arroz a la cubana porque no llegaron los huevitos.
A zarpar rumbo a Jamaica y las Islas Caimán —lugares que quedarán punteados en la lista como “ya visto”, sin más— pensando en el inexorable penúltimo regreso a La Habana.
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