Las directrices basadas en estudios alimentarios de tipo estadístico suelen ser inestables y desconcertantes. Lo que era malo para el colesterol, ahora es bueno. Lo que debía ser la base de una dieta equilibrada, resulta que hay que consumirlo con cautela. Los beneficios o los perjuicios de un determinado alimento, la idoneidad de una dieta u otra… No hay casi nada que no pueda avalar un estudio estadístico.
Aunque estamos en ello, sería terrible acabar pensando que nada es verdad y todo es mentira, que uno puede demostrar “científicamente” lo que se proponga, que siempre habrá un departamento de marketing capaz de extraer de los estudios alimentarios lo que le convenga —cuando no un equipo de investigadores dispuesto a encontrar sólo lo que busca—, que las supuestas bondades de un producto u otro son publicidad disfrazada de ciencia y que, encima, lo científico no siempre está científicamente demostrado. Hay un ejemplo que tiene huevos. Pongamos que un estudio realizado en EEUU observa que la mayoría de los que habitualmente los consumen tiene el colesterol alto. Conclusión precipitada: aunque en muchos casos no se da esa correlación, los huevos son malos para el colesterol. Tiempo después, un trabajo parecido, en España o en Francia, no detecta semejante paralelismo. Es tarde, porque los médicos de todo el mundo ya se han puesto a prohibirles los huevos a sus pacientes con tendencia al colesterol alto. Pero está claro lo que pasa: los yanquis suelen tomar los huevos con una generosa ración de bacon, que sí sube el colesterol, y nosotros, no.
Luis Jiménez, en Lo que dice la ciencia sobre dietas, alimentación y salud, cuenta casos tan grotescos como el del estudio que relacionaba el consumo de café y la obtención de un Nobel. Los datos revelan que la mayoría de los premios de la Real Academia Sueca van a parar a lugares donde lo toman en abundancia. Cierto: en los países más desarrollados se consume más de todo y, también, hay más intelectuales brillantes. Pero no hay una relación directa entre una cosa y otra. El caso es que está escrito: la ciencia tiene que establecer una relación de causa-efecto entre dos fenómenos y, si la hay, la misma causa tiene SIEMPRE el mismo efecto. Lo demás es un cálculo de probabilidad tan científico como la ruleta o la lotería. Si la salmonela, pongamos por caso, provocara trastornos gastrointestinales en un 72% de los chinos y en un 68% de los teutones, habría que plantearse la salmonelosis de otra manera. Pero es que esa bacteria causa SIEMPRE esa patología. La relación causa-efecto está científicamente demostrada.
Las oscilaciones que van registrando los estudios alimentarios basados en la estadística hacen que las recomendaciones alimentarias cambien de forma frecuente y desconcertante. Como muestra, las Directrices Dietéticas que publica un comité del Senado estadounidense desde 1980, con actualizaciones cada 5 años, son la referencia internacional en la materia. Por ejemplo, los hidratos de carbono eran la principal fuente energética recomendada en la primera edición, pero eso se ha ido revisando drásticamente en actualizaciones sucesivas. Las subidas y bajadas en ese hit parade quinquenal de los alimentos llegan a ser muy llamativas.
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