Para qué vamos a engañarnos: al margen de cuestiones más sangrantes —desde las diferencias salariales hasta la violencia de género—, el sexismo en la hostelería —y en la sociedad misma— se manifiesta de otras maneras sutiles: cortado para la chica y carajillo para el chico, long drink para la señora y destilado para el señor… Hagan la prueba: comparen hasta dónde llena el sumiller la copa de él y la de ella.
En mi época estudiantil de Barcelona solía quedar con Montse en el Zurich de la plaza de Cataluña. Luego, la inevitable reforma previa a los Juegos Olímpicos lo convirtió en un pastiche de sí mismo para turistas y despistados, pero en aquel entonces era un meeting point de aire progre e intelectual. Antes de ir al cine o a pasear por La Rambla, Montse solía pedir un carajillo de ron y yo, un bombón. El camarero, sistemáticamente, nos lo servía al revés: a mí el carajillo y a ella el cortado con leche condensada. Unos años después, casado con Maria en La Vila, lo suyo era salir de copas. Ella pedía whisky con hielo y yo, gintónic. Aún no había estallado la gintonicmanía y cualquier combinado de ese tipo era un trago de chica —servido en un vaso largo y estrecho, como hacen todavía en los tugurios ajenos a las modas que vienen y van—, mientras que los gentleman bebían malta on the rocks. Así lo entendía, sin excepciones, el camarero de turno: a Maria le dejaba el gintónic delante y a mí, el whisky.
Últimamente frecuento con Paquita todo tipo de restaurantes y ella observa a veces que me ponen a mí la ración más grande o incluso el emplatado que ha quedado más chulo. No debe ser un prejuicio sobre el sexismo en la hostelería. Hace unos años, fuimos una pandilla de cinco o seis parejas a una reputada arrocería. Siguiendo el protocolo más trasnochado, nos agrupamos los chicos en un extremo de la mesa y las chicas, en el otro. Allí se come el arroz a la manera tradicional, directamente en la paella, y nos iban a poner dos para que todo el mundo alcanzara a alguna de ellas. El camarero iba a dejar la primera en la zona de los hombres, pero el patrón, que venía detrás con la segunda, lo detuvo como alarmado: “¡No, esa aquí!”, dijo señalando a donde estaban las mujeres. Y puso la suya en nuestro lado. Al final de la comida, a las chicas les pareció que no había para tanto con aquel arroz tan famoso, mientras que los chicos lo habíamos encontrado memorable. Evidentemente, el patrón sabía cuál de las dos paellas había salido mejor y tenía muy claro que debía caer en la parte masculina de la mesa.
Lo que dice Paquita es que a ella le suelen servir menos vino que a mí. Y lo acaba demostrando, porque le basta con poner una copa al lado de la otra y la evidencia es inapelable. Yo le explico que, cuando se sirve de pie sobre una mesa a media altura, es difícil acertar el nivel: no es lo mismo que cuando ella servía combinados en un pub del barrio, sobre un mostrador alto —donde se puede ver el nivel casi a la altura de los ojos— y con la precisión de las botellas irrellenables, que permiten contar los segundos con cierta exactitud. Que no es necesariamente una manifestación de sexismo en la hostelería. Pero, al final, lo cierto es que mi copa está medio llena y la suya, medio vacía.