Cocineros y cocinillas: todos cocinamos por mandato divino. Hasta en las manifestaciones gastronómicas más ingenuamente lúdicas, en las que la familia o la pandilla —el clan— se reúne en torno a una barbacoa o una paella campestre, los etnógrafos ven reminiscencias de los sacrificios —animales, humanos o incluso simbólicos, como la Eucaristía— que todas las religiones incluyen en su liturgia. En esos ritos, y particularmente en los del credo —o la adscripción antropológica— que muy probablemente compartimos el lector y el firmante, el que oficia es un hombre. Pero sobre ese aspecto de la relación entre cocineros y cocinillas volveremos después.
También a la mujer le dijo Dios “parirás a los hijos con dolor” y la sentencia incluía, ineludiblemente, la obligación de darles de comer todos los días: se es ama de casa por mandato divino y la liberación de la mujer, hace medio siglo o menos, incluía que las chicas no se pusieran sujetador y se las dieran de no saber cocinar. Al hombre, le dijo Dios: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Por la misma época que lo de las chicas liberadas, una de las grandes posibilidades de ganarse el pan para miles de trabajadores era, junto a la de levantar moles de apartamentos playeros o de viviendas sociales, la de meterse en la cocina de un hotel o de un merendero. Hasta hace poco, uno se hacía cocinero por mandato divino y, generalmente, como la mayoría de los oficios, era cosa de hombres.
La diferencia entre cocineros y cocinillas es que lo del chef por vocación es algo del otro día. Hasta los años 90, a ningún chaval se le ocurría decir que de mayor quería ser cocinero, sino médico o torero, hasta que los chefs mediáticos empezaron a ser personajes igual de ricos y famosos. Y el cocinero por afición también es absolutamente reciente. Los hubo realmente ilustres en la época de la Ilustración, desde el compositor Gioachino Rossini hasta el escritor Alejandro Dumas, pasando por el casanova Giacomo Casanova. Y el fenómeno despunta entre nosotros con los progres de la Transición espoleados por el detective gourmet Pepe Carvalho y su creador Manuel Vázquez Montalbán. Pero el cocinillas como tendencia es un personaje reciente, al menos, si lo comparamos con el chef profesional —oficio que ya está documentado en la antigua Mesopotamia— o la madre cocinera, que de alguna forma oficiaba ya en las cavernas.
Juraríamos que lo del cocinillas es algo mayoritariamente masculino. Sinceramente, a uno, que se gana la vida escribiendo, lo que menos le apetece en sus ratos libres es ponerse a escribir: ni versos, ni diario íntimo, ni siquiera la lista de la compra y eso que anticipa el ansiado acto de cocinar. De igual manera, podríamos hablarles, si no nos lo impidiera la deontología profesional, del montón de embalajes de TelePizza —usados— que vimos en casa de un chef famoso o de la confesión de otro: “¿En casa? En casa soy el rey del abri-come”. A muchas amas de casa les pasa lo mismo: después de toda la semana pendiente de la intendencia familiar, la cena con amigos del sábado o la cuchipanda dominguera, que las prepare él, que para algo dicen los antropólogos que esas cosas tienen un algo de rito tribal y los ritos los ofician los sacerdotes-hombre. Cocineros y cocinillas son cosas parecidas, pero diferentes.
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