Los maridajes moleculares que establece el foodpairing, al descubrir insospechados paralelismos entre los compuestos volátiles que aparecen en productos dispares, permiten descubrir combinaciones sorprendentes. ¿Jamón con melón? Mejor, con vieiras o incluso con miel.
Ferran Adrià lo tenía claro cuando dijo que el diálogo entre cocina y ciencia abriría un mundo de posibilidades potencialmente infinitas. Fue como la petición de mano en una relación que se vio bendecida por una nutrida prole de herramientas prácticas, en el contexto de la gastronomía molecular, que cobra un peculiar sentido en el término foodpairing. Es la palabra con la que los anglófonos aluden a lo que se llama “maridaje” en las jergas de tradición francesa, pero se refiere también a una técnica —y a la patente registrada por una empresa belga en torno a ella, aunque también se desarrolla en otros ámbitos— que permite relacionar ingredientes diversos entre sí a partir del conocimiento de las moléculas que tienen en común, para establecer combinaciones novedosas y, a menudo, sorprendentes. No hace mucho hablábamos del libro Papilas y moléculas, donde François Chartier propone maridajes tan heterodoxos como el de un vino alsaciano con un plato condimentado a base de romero tras descubrir que uno y otro comparten compuestos volátiles químicamente idénticos.
No todas las armonías entre ingredientes son moleculares. El embajador de la empresa Foodpairing en España, Jordi Breso, nos explica que el melón y el jamón no tienen molécula alguna en común. Sin embargo, casan. O no tanto, según quién: es lo que pasa con las combinaciones establecidas por el uso o la tradición. En cambio, el análisis molecular del rey de los productos ibéricos permite vaticinar que será un éxito su combinación con frutas como la pera conferencia, la fresa o la piña, además de abrirles la puerta a maridajes como el jamón con vieira o con miel y de ratificar la idoneidad del aceite de oliva arbequina para acompañarlo. Es uno de los resultados del estudio realizado por Foodpairing a instancias de Arturo Sánchez, empresa salmantina que también le ha hecho explorar los maridajes moleculares de su chorizo o su salchichón. La conclusión es que el primero casa de maravilla con cosas como el queso parmesano, las almendras tostadas, el chocolate blanco, el mango, el café y los espárragos blancos, pero no le van para nada el aguacate o las alcaparras. Por su parte, el salchichón ibérico combina bien con el ajo negro, las hojas de sisho o el té negro ahumado y con frutos secos como los pistachos tostados, mientras que la grasa de jamón —otro producto de Arturo Sánchez— apunta a maridajes moleculares tan sorprendentes como las anchoas, los mejillones y el alga codium o a otros más o menos (im)previsibles, como la remolacha cocida o los arándanos.
Maridajes moleculares y de todo tipo:
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