¿Y si les confesara que me gusta la Coca-Cola? El secreto más mitificado da lugar a una bebida cuyo poder de seducción consiste en colmar todas las expectativas y no saturar ninguna. Si procediera de un “terroir” único y no se pudiera fabricar sin límites en cualquier parte, la Coca-Cola sería un producto tan cotizado y glamuroso como el más exclusivo.
“Yo no sé si es bueno o malo”, dice alguien durante una cena, “sé si me gusta o no”. Eso parece trazar una divisoria entre los que sientan cátedra y los que, simplemente, se lo pasan bien. Y uno quiere ser de los que se lo pasan bien. “Yo también”, reacciono. “Lo que pasa es que soy periodista y escribo artículos sobre lo que me gusta y lo que no”. El vino blanco me gusta bien frío y, si tiene burbujas, helado, mal que le sepa al sumiller. No me gusta el arroz “al dente” ni la carne tan poco hecha que casi muge. Los palillos chinos no hacen sino recordarme que me encantaría saber tocar la batería y me mosquea ya tanta alga y tanta florecita. Para colmo, me gusta la Coca-Cola. Y escribo sobre cosas así. La Coca-Cola, por cierto, tiene tema para rato.
Si el sabor de la Coca-Cola dependiera de un “terroir” y no de una fórmula que permite producirla sin límites en cualquier parte, los snobs se descubrirían ante ella. Pero depende de una receta: el secreto mejor guardado y más mitificado. Entre lo que se ha ido filtrando y lo que se puede detectar, sabemos que incluye vainilla, cítricos, muchísimas especias tostadas —canela, nuez moscada— y hasta un toquecillo de chile. No se trata de un vino, para bien o para mal, pero su complejísima armonía de notas dulces, ácidas, amargas, picantes, torrefactas o especiadas resulta tan estimulante como refrescante. Buena parte de su poder de fascinación está en que colma todas las expectativas y no satura ninguna: me gusta la Coca-Cola y no me canso de beberla. No sabe a nada en particular, sino a todo en general: a algo que no existía antes.
La receta: esa es la cuestión. En la coctelería —un revival que ojalá rescate esta forma de ver las cosas— o en las cocinas clásica y tradicional —ajenas a la obsesión de “preservar” el producto— una receta es la fórmula de un sabor diferente. Un negroni no sabe a ginebra+campari+vermut, sino a negroni. La salmorreta no se inventó pensando en respetar a la ñora, el tomate y el ajo, sino en que la suma de esos sabores diera lugar a uno nuevo: el de salmorreta. Juntándola con un caldo de pescado, aparece el sabor de arroz a banda, que también va más allá de la suma de los sabores precedentes. En cambio, un pescado a la plancha con una guarnición de esto y una salsa de lo otro —servidas con el debido respeto al producto, of course— mantiene incólumes los sabores de cada cosa, pero es más como un plato combinado que lo que se dice una receta. Algo, decididamente, con mucho menos recorrido que la fórmula de la Coca-Cola.